Por José Antonio Gutiérrez D. I 24-04-2015 I
Un reciente informe elaborado por Global Witness [1], otorga a Colombia un nuevo récord macabro: es el segundo país líder en el asesinato de ambientalistas en el mundo. Con 25 asesinados en el 2014, solamente es superado por Brasil, con 29 asesinados. Con la diferencia que Brasil tiene cerca de 200 millones de habitantes. Revisando las cifras per cápita, Colombia solamente es superada por Honduras, país que sufrió el 2009 un golpe de Estado, sumiéndola en el imperio de la fuerza bruta y la arbitrariedad. Es decir, que entre los 206 países que existen en el mundo, Colombia ocupa el segundo lugar en términos absolutos y relativos en el asesinato a defensores del medio ambiente. Toda una proeza.
Esto no es casual: desde hace una década, se viene imponiendo, literalmente, a sangre y fuego, un sistema de desarrollo profundamente insostenible, consagrado en el Plan Nacional de Desarrollo del actual gobierno de Santos, basado en dos pilares fundamentales: extractivismo y agro-negocios.
Dos sectores de la economía basados en un patrón de “acumulación por despojo” y, en el marco del conflicto interno, ligados de manera inequívoca a la militarización, la paramilitarización, y la violación de derechos humanos. Es sabido el vínculo que ha habido entre el paramilitarismo y la expansión de la palma aceitera desde finales de los ’90 [2]. De la misma manera, el negocio minero-extractivista también se encuentra untado de sangre. Durante la década del 2000, el 80% de las violaciones a los derechos humanos y el 87% de los desplazamientos en Colombia han ocurrido en regiones donde se desarrollan megaproyectos de explotación minera; así mismo, el 78% de los atentados contra sindicalistas fueron contra aquellos que trabajan en el área minero-energética [3]. Un informe del CODHES, de Febrero del 2011, resumía esta situación con meridiana claridad: “La fuerza pública protege la gran inversión privada y los paramilitares evitan la protesta social y presionan el desplazamiento” [4].
Uno de los más grandes éxitos de este gobierno no ha sido ni en el combate a la corrupción, ni en llevar la prometida prosperidad para todos a los hogares colombianos; no, ha sido en las relaciones públicas. En vender la idea de que Colombia ya ha entrado en el post-conflicto, que las violaciones sistemáticas y masivas de los derechos humanos son cosa del pasado, así como el asesinato de sindicalistas. Colombia es una democracia plena: ahí está la UP que ha regresado de los muertos. Con una resolución jurídica se borra lo que hizo el plomo. Colombia es un estado de derecho. Con algunos problemitas, pero ahí vamos. La prueba –nos dicen- está en que hoy se asesina menos sindicalistas que a finales de los ’90, cuando las AUC hacían y deshacían ante la mirada cómplice de las autoridades. Pero las cifras absolutas dicen poco de la realidad que hoy hay cuatro veces menos sindicalistas que matar que en esa época, por la desarticulación del sindicalismo por la fuerza del fusil y de las leyes del mercado. La realidad hoy sigue siendo igual de precaria y amenazante para los trabajadores organizados.
En esta tarea de presentar en color de rosa lo impresentable, desde luego, son apoyados por la prensa internacional, capitaneada por PRISA y Planeta, deseosas de mostrar las enormes oportunidades que ofrece Colombia para hacer negocios, así como de demonizar a Venezuela. En medio de la histeria orquestada contra todo lo que diga o haga Caracas, los crímenes del vecino pasan de agache. De igual manera, han sido apoyados, consciente o inconscientemente, por la claudicación progresiva de las grandes ONGs desde la era de Uribe que, en el marco de su estrategia de interlocución (engagement), se sienten obligados a comenzar cada informe anual de la situación de derechos humanos en Colombia con la siguiente fórmula: “Pese a los indudables avances en materia de seguridad, persisten los problemas de derechos humanos, etc.” ¿Seguridad para quién? Para los inversionistas, claro. Porque en este mismo período el número de desplazados ha aumentado hasta la aterradora cifra promedio de 300.000 anuales. Para ellos no hay seguridad. Lo que recuerda que la seguridad de los pobres no es un problema para nadie, ni siquiera para sus auto-proclamados defensores.
Las locomotoras santistas avanzan desenfrenadamente, arrasando a su paso con las comunidades y el medio ambiente. A medida que el modelo se profundice, se intensificarán las violaciones a gran escala –no hay que ser un matemático para darse cuenta. Para los que cuestionen este modelo económico está reservado el garrote, como lo propone metafóricamente un histérico artículo de la revista Semana -titulado “¿Dónde está la autoridad en Colombia?”, para “que una carretera se pueda construir sin interminables demoras causadas por una mala interpretación de las consultas previas o las licencias ambientales” [5]. Es decir, las consultas previas y las licencias ambientales son solamente una decoración que no debería tener ningún impacto sobre la realización de proyectos, por insostenibles y nocivos que sean para las comunidades o el ambiente. Apenas alguien se tome en serio la legislación vigente y cuestione un proyecto, entonces estará haciendo una mala interpretación de la ley, estará irrespetando la autoridad y se merece –por consiguiente- una paliza aleccionadora. Ahí está pintada la seriedad con que el establecimiento se toma su “estado de derecho” y sus “garantías democráticas”. Al menos, nos quedará por consuelo saber que el garrote fue fabricado acorde a los elevados principios de una democracia moderna, siguiendo las más exigentes recomendaciones de todos los tratados de derechos humanos internacionales.
Notas
[2] www.derechos.org/nizkor/colombia/doc/palma1.html; www.ecologistasenaccion.org/article17394.html
[3] Colompbia, Boletín Informativo No.18 de PBI Colombia, Noviembre de 2011
[4] CODHES, ¿Consolidación de qué? , Febrero 2011
[5] www.semana.com/nacion/articulo/donde-esta-la-aut...951-3
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