(con nota introductoria de OjosparalapazColombia)
La Tortura a la que son sometidas las presas políticas en Colombia se extiende a sus hijos y familiares. El caso de la hijita de una presa política, de menos de 3 años de edad: violada en la cárcel.
En Colombia las presas y presos políticos, sufren tortura y negación de asistencia médica como manera de empujarlos a la muerte, malviven en condiciones de hacinamiento inhumanas.
El Estado colombiano encarcela bajo montajes judiciales; esto con la finalidad de reprimir la lucha social: hay más de 9.500 presos y presas políticos. Además hay presos políticos colombianos en EEUU. El Estado no da las condiciones de participación política sin sufrir encarcelamiento político, desaparición forzada o exilio forzado. La agresión permanente del Estado en Colombia se traduce en exterminio político: en esas condiciones solo se puede hablar de 'la paz de los cementerios'; cuando la verdadera paz es otra: es la paz con Justicia Social y sin Terrorismo de Estado.
Por: Liliany Obando, Marzo 8 de 2015 [1]
La pequeña Manuelita[2], como todas las niñas y niños que conviven con sus madres en una prisión colombiana, tenía menos de tres años de edad. Ella y su madre de origen indígena. Su madre, una valerosa prisionera política.
El jardín infantil era atendido por algún personal profesional, pero también trabajaban allí algunas internas, era su forma de descontar tiempo de condena con trabajo, tal como lo establece el código penitenciario colombiano. Ignoramos si para este tipo de trabajo tan delicado existían algún tipo de evaluaciones que determinaran la idoneidad de las internas que lo asumirían. Al parecer no era así.
Un día Manuelita regresó del jardín al pabellón con su carita entre asustada y triste, parecía que había llorado mucho. Ella sin aún haber aprendido a hablar con claridad le decía a su madre que le dolía y señalaba con un dedito de su mano su zona púbica. Su mamá la revisó y notó que sus partes íntimas se veían efectivamente irritadas y al revisar su calzoncito noto una ligera mancha como entre café y rojiza.
Enseguida su madre acudió a algunas de nosotras, sus compañeras de más confianza y nos narró lo ocurrido. Después de oírla nos miramos en silencio unas a otras y las lágrimas prontamente asomaron a nuestros ojos. Le dijimos a nuestra compañera que debíamos denunciar urgentemente el caso ante organismos defensores de derechos humanos y de las niñas y niños, antes que a la reclusión.
Debíamos actuar pronto pero necesitábamos el consentimiento de la madre. Ella desconsolada sólo lloraba y se llenó de miedo. Si denunciábamos, la reclusión podía tomar la decisión de quitarle el cupo para tener a la niña a su lado y entonces ya difícilmente volvería a verla. Ella estaba condenada a 40 años de prisión. Logramos convencerla argumentándole que los derechos de la niña estaban por encima de cualquier otra consideración. Finalmente llamamos a una organización y otra, incluso a la oficina de alguna congresista. Pero los tiempos de quienes están afuera son muy distintos a los de quienes están privadas(os) de la libertad…
Mientras esperábamos respuesta su madre tuvo que llevar a la niña a que la revisara un médico de la reclusión, que es un médico general, en la reclusión no hay servicio de pediatría. Enseguida las directivas encendieron sus alarmas. El médico le entregó un primer resultado a la madre en sobre sellado y le advirtió expresamente que no debía abrirlo sino entregarlo al otro médico que en un hospital externo a la cárcel atendería a la menor. La niña fue dejada interna varios días en el hospital, pero para “sorpresa” nuestra, aunque en realidad nada de lo que ocurre en la cárcel sorprende, entre medicina legal, los médicos y las directivas de la reclusión informaron a su madre que nada “raro” había ocurrido.
Unos días después recibí una llamada de la oficina de la congresista a la que habíamos recurrido para pedir ayuda. Me preguntaron que si estábamos seguras de la denuncia porque después de haber hablado con las directivas de la reclusión éstas les habían informado que nada malo le había ocurrido a la menor.
Sin embargo, dadas nuestras denuncias primeras, el Cuerpo Técnico de Investigaciones de la Fiscalía visitó en varias oportunidades a la madre de Manuelita, incluso en su celda. Se suponía que iniciaba un proceso de investigación.
Supimos después que la interna que trabajaba en el jardín, una presa social -así se denomina a quienes están en la reclusión por delitos comunes- había sido cambiada a otra actividad de descuento laboral. Hecho que corroboramos un día cuando llegó al pabellón de las prisioneras políticas a llevar surtido para el expendio de comestibles que hay en el patio. Esos comestibles son vendidos a las internas que pueden comprarlos. Pero cuando ella ingresó al patio, Manuelita inquieta señalaba con su dedito a la interna y se tocaba al tiempo sus partes íntimas. Era la forma de comunicarle a su madre que ella era su agresora a quien las directivas de la reclusión sólo habían cambiado de puesto de trabajo.
Poco tiempo después en horas de la madrugada la guardia irrumpió en el patio perturbando nuestro sueño. Pasaron celda por celda dando la orden a varias de nuestras compañeras de empacar lo que pudieran porque se iban de traslado a otra reclusión. Nunca se sabe a dónde. Son momentos de incertidumbre, rabia e impotencia. Entre las que serían trasladadas se encontraban mis compañeras con las que coordinábamos el colectivo de Prisioneras Políticas del patio y con quienes hacíamos las denuncias en materia de derechos humanos. Entre ellas también se encontraba como candidata para el traslado la mamá de Manuelita, pero la niña aún se encontraba con ella en la reclusión, hecho que argumentamos para que no la trasladaran. Yo tampoco fui trasladada esa noche por dos razones: estaba aún en detención preventiva, pues no había sido condenada y la de mayor peso, había una fuerte campaña que visibilizaba mi caso. A cambio, el hostigamiento que yo vivía por parte de la guardia con cada denuncia que presentaba por las permanentes las violaciones a nuestros derechos humanos se volvía insoportable.
A los días supimos que nuestras compañeras habían sido trasladadas a uno de los peores centros penitenciarios colombianos, la Tramacúa, en Valledupar, o mejor conocido como el “Guantánamo” colombiano. Un centro penitenciario, construido para alojar allí a hombres con altas condenas, pero en el que habían habilitado una torre para ser ocupada por unas cien mujeres consideradas como prisioneras “problemáticas”. Allí recluyeron a mujeres condenadas por todo tipo de delitos. La clasificación de internas, en especial por hecho punible, que establecen las leyes internacionales y nacionales en materia de tratamiento para las personas privadas de la libertad, era simplemente letra muerta.
Las mujeres allí recluidas sufrieron desde el comienzo toda la adversidad de una reclusión, que más bien era un centro de torturas, sin agua, con muy altas temperaturas, enfermedades, sin qué hacer todo el día, alejadas de sus familias y donde como mujeres prácticamente no existían, pues el régimen penitenciario regulaba especialmente para los hombres.
Pero esas mujeres invisibles se rebelaron, pelearon y con el acompañamiento de varias organizaciones defensoras de derechos humanos y con la presión que por nuestra parte ejercíamos los colectivos de prisioneras y prisioneros políticos, logramos finalmente que la torre donde se recluía a las mujeres en La Tramacúa fuera declarada proscrita y ellas fueron entonces trasladadas a otros centros de reclusión.
Entre tanto, Manuelita cumplió sus tres años y llegó el día en que dolorosamente fue arrancada del lado de su madre y de nosotras quienes nos convertimos en sus tías. Poco después su madre fue trasladada a otra reclusión lejos de nosotras. Del proceso de investigación del caso de Manuelita nunca volvimos a saber nada.
[1] Ex prisionera política. Educadora, socióloga y defensora de derechos humanos.
[2] Su nombre fue cambiado para proteger su identidad.
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